Era la hora de la comida. Mi madre, con un
grito sutil, nos reunió en el comedor. Sentados en la mesa redonda con espacio
para cuatro personas, mi padre, mi hermano mayor, y yo, estábamos listos para
satisfacer el hambre que alborotaba a nuestras tripas.
Mamá tenía la costumbre de
ser la última en ocupar su lugar en la mesa; así, cada vez que anunciaba que la
comida estaba lista, tenían que pasar unos diez minutos para que pudiéramos
comenzar a devorar. Ése día, un frasco de mayonesa fue el culpable del retraso
de mamá; la tapa estaba tan bien sellada, que se requería un esfuerzo brutal
para aflojarla.
La ensalada de atún
esperaba, más ansiosa incluso que nosotros, que la mayonesa dentro del frasco
se vertiera por fin sobre ella, para convertirse en la más seductora ensalada
jamás hecha.
¾¡Ay,
no puedo abrirlo! ¾,
dijo mi madre después de mantener una lucha estéril contra el reacio frasco de
vidrio.
¾¡Mujer!,
qué tan difícil puede ser abrir un inocente frasco de mayonesa. Eres una débil¾, dijo
mi padre dirigiéndose con semblante socarrón a mamá.
Mientras ambos discutían, mi
hermano y yo suplicábamos que aquello no fuera a convertirse en una riña conyugal,
pues teníamos ya mucha hambre y un incidente así arruinaría nuestra hora
preferida del día: la hora de comer.
¾Bueno,
intenta abrirlo tú, a ver si es cierto que es algo tan fácil¾, dijo
mi mamá.
¾A
ver, pues, tráe para acá ese chingado frasco, ya parece que me va a ganar¾,
alegó mi papá.
Las manos de mi padre eran
grandes, carnosas, con una cantidad incontable de venas saltadas y gruesas; esas
manos campesinas, acostumbradas al trabajo duro, advertían la fuerza física de
mi padre, un hombre muy fuerte, para mí, el más fuerte de todos los hombres sobre
la tierra.
Tomó entonces el frasco, que
casi sucumbía entre las dos manos gigantescas. Pobre envase de vidrio, de haber
sido un ser viviente, aseguro que hubiera querido escapar al ataque del hombre
de manos corpulentas.
Para ese entonces, mi
hermano y yo habíamos olvidado el hambre que nos mordisqueaba los intestinos y preferimos
concentrarnos en el acto trágico que destrozaría para siempre la inocente
obstinación del frasco de mayonesa.
¾Ah,
cabrón. No puedo¾,
dijo
mi padre con los ojos saltados y la cara roja de tanto pujar.
Insistió un par de veces más,
pero en apariencia, nada sucedió. Imposible, pensé, con la confianza inquieta
de que Dios nos jugaba una broma patética que a nadie provocaría risa mas que a
él.
¾¡Ah,
verdad! No me creías¾
dijo al fin mi madre, con aire triunfal.
¾Es
que sí está muy apretado. No, de plano no puedo, a esta madre le pusieron
resistol. A ver, Karla, inténtalo tú¾.
Por qué se le ocurriría a mi
padre que una niña de 7 años podría resolver el problema que ni él, con toda su
fuerza, pudo solucionar. ¿Acaso quería compartir conmigo su humillación?
¾No
voy a poder, ¿cómo se te ocurre, papi? ¾
¾Una
orden es una orden, y yo te estoy ordenando que lo abras¾.
Me ofendió la voz despótica
de mi padre. Desde antes de iniciar la misión, me sentí vencida; su autoritarismo a veces superaba
los límites.
Tomé de mala gana el dichoso
frasco de mayonesa. Mis manos apenas lograban abarcar la anchura del envase,
tuve que acomodarlo debajo de mi axila izquierda para apoyarme mejor. Toda mi
concentración reposaba en la tarea de abrir el frasco, nada en ese momento me importaba
más. Era el frasco, o mi dignidad. Puse todas mis fuerzas en mi mano derecha,
que se arrojó sin recato sobre la tapa de aluminio que entorpecía nuestra alegría
culinaria.
¾¡Lo
abriste!
¾,
cantaron todos al mismo tiempo, ¾¡Abriste
el frasco! ¡Sí pudiste! ¾
Aquello parecía una fiesta
porque al fin pudimos comer, y una sonrisa persistente me acompañó durante toda
la comida. No me alegré por haber abierto el frasco; me alegró, más bien, el
guiño delator de mi cómplice. Mi padre me quería mucho.
1 comentario:
Hoola Karla soy Diana, (amiga de Nati) pasé a visitar tu blog y lo que leí me encantó felicidades!
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