No leo y me agüito gachote

Cuando no leo me agüito gachote.

6.5.11

El ejemplo de mi padre


-Mentiroso.
Fue todo lo que dijo mi padre la tarde que le desobedecí. No gritó ni me dio un jalón de orejas y tampoco exigió que me metiera a la casa y guardara la bicicleta. La palabra que sus gruesos labios pronunciaron bastó para que me sintiera avergonzado.
Siempre sentí admiración por mi padre, la disciplina fue la antorcha encendida con la que gobernó en casa. Él tuvo una infancia difícil y austera, y no quería que sus hijos creciéramos sin aprender a valorar la vida. A veces exageraba. Decía que todo lo que quisiéramos obtener, tendríamos que merecerlo, incluso los permisos para salir a jugar con nuestros amigos. La palabra de mi papá era ley.  Su voz grave e imperativa fue el arma con la que nos educó. Yo ansiaba convertirme en un adulto para ser como él.
Hace 15 años era un niño, y ese día, animado por la insistencia de mis amigos y la euforia de manejar mi bicicleta nueva a una distancia más larga, me atreví a cruzar al otro lado de la colonia, a la cerrada Luis Méndez. Mi padre me tenía prohibido pararme en ese lugar, se enfurecía si tan sólo le mencionaba la posibilidad de ir para allá. Nunca me dijo por qué, y siempre tuve curiosidad. Mi papá jamás ofrecía explicaciones más allá de un “porque soy tu padre” con el entrecejo arrugado y el dedo índice de su mano derecha apuntándome como una pistola. Eso bastaba para entender.
Me metí, pues, montado en mi bicicleta a la otra cerrada, acompañado de mis amigos. Ni siquiera estaba tan lejos y no tenía nada de peligrosa, no le vi nada de malo, era igual a donde vivíamos. Dimos un par de vueltas y regresamos, aburridos y decepcionados por no haber encontrado nada nuevo, salvo la señora que nos gritó desde la ventana de su casa que si no éramos de ahí nos regresáramos a nuestra calle, vieja loca, pensamos. Estábamos atravesando el umbral que divide las dos cerradas, y al mismo tiempo, desde el otro extremo de la calle, mi padre aparecía como la sombra de una película de terror. La cuadra estaba ahogada por largas hileras de casas, parecía un laberinto, así que se podía llegar a ella desde rincones inimaginables. Hasta hacía dos años no sabía de dónde venía él, mucho tiempo pensé que ese día estaba en casa dormido. Por supuesto no me atreví a preguntárselo.
Cuando mis ojos se cruzaron con los suyos, me congelé. Un escalofrío recorrió mi cuerpo como burlándose de mí. Solté la bicicleta y azotó contra el suelo. Mi padre sereno, como siempre se mostró, seguía caminando, hasta se atrevió a sonreír. Mis ojos no dejaban de seguirlo y él caminaba con la mirada agachada, como entretenido contando sus pasos. Cuando llegó a la esquina de la casa, se detuvo, levantó la cara y me apuntó con su mirada, sonrió una vez más y moviendo la cabeza de lado a lado, me lo dijo: mentiroso. El señor de bigote crespo y cejas de gorila me dijo mentiroso frente a mis amigos del barrio.
Lo peor que yo podía hacer mientras fui niño era decepcionar a mi padre, y esa tarde lo hice. Después de esa ocasión, las cosas no cambiaron mucho, la pena me duró unos cuantos días y después volví a ser feliz. Pero jamás olvidé ese momento. Había decidido conservarlo en mi memoria para platicarles la anécdota a mis hijos cuando los tuviera, y aprovechar para decirles cómo mi padre me había dado cátedras de educación, que los golpes no eran necesarios, y tampoco los gritos. Era estricto, sí, pero fomentando el sentido de la responsabilidad sobre nuestras acciones era como se educaba a los hijos. Claro que sí.
Apenas ayer recordaba por penúltima vez mi anécdota de la infancia, mientras veía a mi padre comiendo solo en casa. Lo fui a visitar como cada semana. Se divorció de mi madre hace un par de años, porque descubrí quién era la vieja loca que nos gritó aquella vez que atravesamos la cerrada. Ya estaba chavo, y cuando vi a mi padre salir de la casa de la vieja loca acompañado de la vieja loca que le besaba el cuello como vieja loca y le decía que todavía no se fuera y que hacía unos años nos había gritado a nosotros que sí nos fuéramos, volví a soltar la bicicleta, otra bicicleta, y esta vez el ruido que hizo al estrellarse con el suelo provocó que mi padre volteara a verme. Me recordó tanto a mí la vez que le desobedecí. El coraje que sentí fue mucho pero fueron mayores las ganas de repetir la escena, ahora a la inversa, y así fue como, sonriendo un poco y meneando la cabeza de un lado a otro, le dije a mi padre que me veía congelado:
-Mentiroso.