No leo y me agüito gachote

Cuando no leo me agüito gachote.

24.11.10

Ya no se puede confiar en nadie

Jorge se subió al taxi en la esquina de la Juárez y Galeana.
            -Buenas, don. A Plaza Galerías, porfavor -le dijo al taxista mientras terminaba de hablar por teléfono.
            El conductor del taxi tenía unos 50 años. Sus cachetes parecían dos bolas de plastilina mal amasadas queriendo devorar el par de canicas grises que se escondían detrás de los párpados oscuros. Un apestoso aroma era expulsado de su boca y, para desgracia de Jorge, se paseaba descarado por su quisquillosa nariz. El chico se reprochó no haberse sentado atrás.
            -Va de compras -supuso el chofer en voz alta.
            -Al cine. Con unos amigos -respondió seco Jorge, pretendiendo cortar la incipiente conversación por miedo a que su nariz volviera a ser víctima del olorsillo asesino.
            -Ah, mire. ¿Cuál película van a ver? -el conductor ignoró la frialdad del chico.
            -No sé. Ya estando ahí decidiremos -volvió a responder Jorge pidiendo a gritos mudos que al don no se le volviera a escapar otra olorosa pregunta.
            -Ah, mire. No, pus tá bien. Qué bueno que van temprano. Luego ya ve cómo anda la inseguridá y pus no hay que andarse arriesgando, vedá -
El  ruco pareció adivinar que Jorge no quería platicar y se divertía haciéndole comentarios para obligarlo a hablar.
-Sí, don. Ahorita ya no se puede confiar en nadie -contestó Jorge con malhumorada resignación.
            -No, joven, en nadie. Usté lo ha dicho. Nomás se descuida uno tantito y ya lo bolsearon.
            -Sí es cierto.
            -Nombre, fíjese, lotravez andaba ahí por la Plaza de Armas; me fui a bolear. Pus ya le andaba pagando yo de más al bolero. Y si no me doy cuenta el hijo de su pinche madre no me dice nada. La raza es muy culera, joven. Nomás ven la oportunidad de joder al prójimo y lo hacen. No se tientan el corazón. No se ponen a pensar que uno está igual o más jodido.
            -No, pos no. Sí está cabrón -Jorge contestaba por mera obligación.
            -Sí, hombre. También una vez me tocó ver cuando asaltaban a un morrillo, así como de su edad. Entre dos batos le quitaron su celular ahí en el meritito centro. Yo, la verdad, pa qué le miento, no me quise meter. Es que luego uno no sabe, joven. Dios no lo quiera me dan  un navajazo y ahí quedo. ¿Y luego mi señora y mis hijos? Yo no los puedo dejar solos, soy el único sustento de la familia. Uno no ayuda no porque sea culero. Usté me entiende.
            -Sí, sí. Entiendo, don. Y sícierto. Por eso le digo, en esta pinche ciudad ya no se puede confiar en nadie. El peligro y la traición están en todas partes, hasta en la sombra de uno -.
Sin otra cosa mejor que hacer, Jorge comenzaba a entretenerse con la plática. Su nariz limó asperezas con el olor que había pretendido asesinarla de manera brutal. El muchacho se sintió más relajado y permitió que el señor se desahogara contándole sus vivencias.
El viaje estaba a punto de concluir y Jorge se preparaba para bajarse del auto.
-¿Cuánto fue, mi don? -le preguntó al señor mientras buscaba dinero en su cartera.
-Cuarenta, joven -respondió el conductor.
            Jorge le pagó con dos billetes de veinte pesos y se despidió.
            -Muchas gracias, don -
            -Ándele, joven, ya sabe. Aistamos pa lo que se ofrezca. Que Dios lo bendiga -.
En el  momento de azotar la puerta del vehículo Jorge se dio cuenta de que su celular se había quedado en el asiento. Recordó que cuando se subió al taxi y terminó de hablar por teléfono lo metió entre sus piernas y se olvidó de él al bajar. Alcanzó a golpear la cajuela, el auto comenzaba a moverse. El taxista volteó su cabeza hacia atrás sin detener el carro y vio que Jorge lo perseguía gritándole que había olvidado su teléfono. Cuando entendió lo que Jorge le decía, el conductor dirigió su mirada hacia el aparato telefónico. El auto aceleró.

8.11.10

Fue en defensa propia



Tengo una justificación. Y aseguro que es más que válida: no me dejaba dormir. Mi perro no me dejaba dormir. Mi french puddle mediano color gris, orejón y con la cola mutilada, de ojos enormes y tiernos no me dejaba dormir por las noches. Por culpa de él y el insoportable sonido (maldito del diablo que vive en el peor de los infiernos) que provocaba su lengua cuando lamía la parte interna de su patatraseraderecha (o a veces la izquierda, daba lo mismo), tuve que, entre otros abominables sacrificios, hacerme de mi dotación de maquillaje extra para disimular las asquerosas ojeras que se me dibujaron debajo de los ojos.

            El maldito animal tenía quince horas al día para lamer todo su peludo y pulguiento cuerpo y hacer ese espantoso sonido que me recordaba a mí (sin pulgas pero probablemente igual de peluda) cuando de niña masticaba mi chicle con la boca abierta y chocaba melodiosamente las quijadas para provocar el enojo de mi intolerante madre que siempre terminaba pintándome su poderosa mano izquierda (y a veces la derecha, aunque aquí no daba lo mismo porque justo en esa mano tenía más fuerza) en mi cachete de niña traviesa y jodona. (Estaba hablando del perro. Cierto). Pero (el perro) prefería usar esas horas para tener aventuras con el desabrido cojín del cuarto de la tele y a ratos serle infiel con una coqueta vaca de peluche que, por tener más glándulas mamarias, le resultaba más atractiva (quiero suponer). Luego se salía a la calle a orinar las casas de las vecinas chismosas y a ladrarle a cuanto ser con movimiento se atravesara por su canino camino. También comía, suspiraba, dormía, se rascaba sus dumbescas orejas con esa maldita patatraseraderecha, bostezaba, repetía la rutina. Pero jamás hacía ese estruendoso sonido, ¡no!, ése era exclusivo de su rutina nocturna; de la maldita rutina nocturna en la que me tocaba participar porque, a falta de un amante y para no sentirme tan sola, le permitía dormir conmigo, y él se acomodaba muy plácido, con la cabeza recargada en la almohada y de frente a mí, con sus ojos grises a la altura de los míos. Y me decía buenas noches con un profundo suspiro de perro.

            Toda la ternura que me provocaba el ingenioso animal se iba al carajo cuando, en las tinieblas de la noche y en la tranquilidad de la cama, mi sensible oído comenzaba a escuchar ese sonido que ya dije que es del demonio. Una lamida, dos lamidas, tres relamidas, y se pasaba la saliva. Lo manoteaba (recordando el método infalible de mi madre) para que se callara. Pero no se callaba. Una lamida, dos lamidas, tres relamidas, y se volvía a pasar la espesa saliva por la estrecha garganta. Lo manoteaba más fuerte, y acompañaba mi golpe con un ya cállate imperante. El perro parecía ser insensible y además estar sordo. Una lamida, dos lamidas, tres rui do sas y pe ga jo sas re la mi das que sonaban recalcitrantes en mi oreja, y se pasaba la densa saliva por el ducto delgado que era su garganta. Mi mano se cansaba de golpearle y él no se cansaba de lamerse. Con la almohada cubriéndome la cabeza le permitía al sueño que me secuestrara. Así era como todos los días amanecía malhumorada y con un enorme deseo de que los cinco minutos de sueño que le robaba a mi alarma se convirtieran en una semana completa.

¡El sueño es lo más sagrado para una persona! Es lo único de lo que una puede ser dueña por completo, al menos es lo único que una miserable de mi especie está en condición de poseer, así, arbitrariamente, ¡y un inconsciente perro de treinta centímetros de altura no sería quien me privara de ese derecho legítimo!

            Una noche ya no pude más. Y no es que me lo haya propuesto. Simple y sencillamente sucedió. El perro se lamía de manera incesante esa parte de su cuerpo. A mi paciencia le había llegado fecha de caducidad. Y mis oídos no estaban dispuestos a tolerar un segundo más ese sonido que desespera, que da ansias, que desata los nervios y pone histérica a cualquiera. Una lamida más y me abalancé contra la pequeña bestia, mis manos eran enormes en proporción a ese diminuto pero alargado cuello, bastaba controlar la situación con una, pero yo quise utilizar las dos. La verdad es que fue una empresa fácil, aunque el animal intentara defenderse mi fuerza jamás se doblegaría frente a la insipiencia de la suya. 

Cuando terminé de apretarle el pescuezo, dejé que pasara esa última noche en mi cama: quería experimentar la sensación de dormir con mi mascota y que por primera vez en su perra vida no me provocara un desvelo.