No leo y me agüito gachote

Cuando no leo me agüito gachote.

12.2.11

El último grito de Carlos Montemayor

Comparto el texto leído por una servidora en la presentación de la novela póstuma  de Carlos Montemayor "Las mujeres del alba", el sábado 12 de febrero en la sala audiovisual de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Con la presencia de Susana de la Garza.
 
“Y eso me bastó, saber que estaba bien. Mi hijo seguía en la lucha. Y quien está en la lucha mide el tiempo de otra manera. Mide también la muerte y la vida de otra forma.”
Herculana en Las mujeres del alba, de Carlos Montemayor.

Hay gritos que de tan estruendosos, no se alcanzan a entender, lastiman los oídos y producen molestia. Hay otros gritos, sin embargo, prudentes, elocuentes, incluso melodiosos, agradan al oído y hasta incitan a gritar también. Los gritos de Carlos Montemayor siempre fueron del segundo tipo. Hoy hablaremos de uno en especial, uno que es fuerte, pero no aturde ni espanta, porque es solidario. Qué mejor manera de despedirse del mundo que con un grito que, de tan sentido, haga resonar el corazón de cada lector. Es como si el sui géneris Carlos Montemayor ya supiera que con Las mujeres del alba nos diría adiós. Éste, su último grito, dosificado en 217 páginas inundadas de melancolía, es el retrato de ellas, que han existido siempre; gritaron por mucho tiempo y solamente escuchaban el eco vacío de sus voces, lejos, deshilachado. Carlos Montemayor congregó los gritos de 16 Mujeres de Madera, los transformó en palabra escrita, para mostrarlos a través de un estilo literario sencillo, franco, que no desfigura la esencia de las historias reveladas. Las mujeres del alba se vive y se siente, provoca coraje, tristeza, impotencia y orgullo; un remolino de emociones que chocan, un grito que al adherirse a la fuerza insubordinada del viento, se escucha por todas partes. Las narradoras de la última novela de Carlos Montemayor son madres, hijas, hermanas, esposas, abuelas, compañeras, mujeres; pretiles en la lucha guerrillera. Mujeres reales, de madera resistente, llenas de brío, que aguantaron hasta el final y enfrentaron con valentía los infortunios que el combate representó, después del asalto al cuartel Madera, en la sierra de Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965. Mensajeras, administradoras, cómplices, la lucha era también consigo mismas.
El “especialista en cuestiones clandestinas”, investigó y escribió mucho acerca del tema de la guerrilla en el país. Guerra en el paraíso es el libro con el que Montemayor muestra como eje principal la figura del guerrillero Lucio Cabañas, maestro rural y líder estudiantil que durante la década de los 70’s combatió en la sierra de Guerrero. Más adelante, en el 2003 publica Las armas del alba, una novela en la que abordó el tema de la guerrilla en Chihuahua desde la experiencia vivida de los hombres que participaron en ella. La historia, definida por el propio Montemayor como un conglomerado de “arte y revelación”, porque los testimonios narrados no eran producto de sus conjeturas, sino el resultado de un trabajo de investigación y entrevistas con una trama novelada, es la primera parte de una historia que se completa con Las mujeres del alba.
La narración sucede en forma de flashazos, de luces intermitentes bailando desordenadas, caóticas. Fragmentos de realidad. La figura es abstracta al inicio, no logramos hallarle forma sino hasta que avanzamos en la lectura; las cosas suceden ahora despacio, a un ritmo que se puede soportar, y al final, súbitamente, la última acción llega sin aviso. Hay sorpresas, la mayoría no son gratas. Cada relato es un descubrimiento que nos da pistas para llegar al siguiente. Es maravilloso cómo la misma historia puede ser platicada de distintas formas, desde distintas trincheras. Las mujeres del alba exhibe en cada página la habilidad descriptiva del autor, que evoca imágenes y sensaciones precisas, lugares, personas, aromas. La calidad literaria está presente y permite sentir de cerca las palabras de cada mujer que en este libro habla. Da la sensación de que estamos ahí, oyéndolas; cuando Albertina habló, la escuché tan abrumada, que me angustié yo también: “El tiroteo aumentaba por el rumbo de los cuarteles y de los talleres de los ferrocarriles. Había explosiones de bombas. Me asomé por la ventana: estaba oscuro, nada podía ver. Salí al corral y a lo lejos vi el espejo quieto y negro de la laguna. Olía a humedad, a lluvia reciente; la tierra en el corral estaba reblandecida, lodosa. Me sentía atrapada por la oscuridad, por el tiroteo y las voces. Quise gritar también, correr hacia la laguna. Sentía la muerte, el presentimiento, la delicada luz del amanecer que no soportaría estas cosas.”  Las descripciones son breves, pero aniquilan en muchas ocasiones, y el ánimo del lector se cuartea, porque la conciencia no puede ser ajena a la desgracia humana.
La fortaleza de las 16 compañeras de lucha, la vi representada en Alma, la madre, cuando dice, primero: “Yo tenía mi lucha también. Una lucha interior, conmigo misma. Pensaba en él, en qué iría a hacer, en qué andaría. Con frecuencia yo sentía miedo, tenía dudas sobre lo que debía ser mejor para todos, para mis hijos, para él, para mí misma.”, y más adelante, escupiendo el dolor de haber perdido a su marido: “Yo prefiero guardar mi dolor a que lo vean mis hijos o mi madre. Prefiero callar. Sufrir en este silencio, en esta noche en que todo parece interminable.” Su hija, también llamada Alma, dice después: “Aprendía que no había que llorar ni demostrar debilidad, que había que ser fuertes.” El trabajo de Montemayor es cuidadoso, el interés por estampar la realidad lo más verosímil posible, sin descuidar la calidad narrativa, el lenguaje literario, se ve reflejado en toda la novela. Misma que nos conduce por un campo minado, donde, a cada paso que demos, sentiremos el temor excitante de poner el pie sobre una mina que nos sacuda todo el cuerpo. Dice Estela, la esposa, que “la muerte no es buena para comenzar el día”, como si dijera que tiene hambre. En esta secuencia de luces que prenden y apagan, que lanzan destellos incandescentes, aparecen hileras de palabras que desbordan inquietud: “No reconocí a los otros caídos. Yo deseaba que de algún momento a otro se incorporaran. Todos traían chamarra. El sol estaba elevado ya, pronto sería mediodía, pero sentí más frío, mirando los cuerpos, viendo a mi hijo sin que pudiera abrazarlo, tocarlo, limpiar sus heridas, sacudir su pelo, quitarle el lodo y la sangre. Sin poder llorar como quería, porque no deseaba darle a los soldados la  satisfacción de verme llorar, de mostrar mi sufrimiento, de que se mofaran del dolor.” La misma impotencia se derrama por los ojos que leen cuando Albertina, la madre del profesor Arturo Gámiz, uno de los caídos, recuerda la orden que dio el gobernador de Chihuahua: “‘Entierren a todos allá, en fosa común’ (…) ‘querían tierra, pues denles tierra hasta que se harten’”. La novela que inicia con Monserrat, la madre, concluye con el relato de Monserrat, la hija, se siente satisfecha por el papel que le tocó jugar en esta lucha, y habla de su padre con orgullo: “Y yo estaba hecha para entender que mi padre seguía luchando y yo respetaba su lucha. Yo no podía pensar algo que no fuera la lucha de mi padre, que no fuera ése su destino. Y su lucha llenaba mi mente, mi corazón.”
Las mujeres del alba es una novela que destruye la pared que separa al espectador de la obra. El libro abierto saca las manos y nos toma de la cabeza, nos jala hacia las entrañas de un remolino, desde donde surgen todos los relatos que nos cuenta.  Escrita a mano, con la pluma fuente que Carlos Montemayor más apreciaba, es una obra que trasciende. Nos toca la piel, profundiza y nos grita en el corazón, lo hace retumbar, porque el grito es fuerte, pero elocuente, solidario, y nos anima a querer gritar una vez que terminamos el viaje guerrillero de  las mujeres que con el alba despiertan y vislumbran el mundo mejor por el que Arturo Gámiz luchó, aquel mundo por el que murió.
He leído la novela, y releído fragmentos de ella. Qué lástima que Carlos Montemayor no seguirá escribiendo. Las mujeres del alba se almacena en el almanaque de mi memoria como el último grito de Montemayor, un grito que se lanza para encontrar eco en nosotros, los lectores.

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