Él come solo. Todos los días come solo. Se cita más o menos a las dos de la tarde en el área de comida del Hipermart Independencia, y a pesar de las muchas opciones gastronómicas, el paquete 4 del restaurancito de comida china, que incluye arroz con camarones y un rollo primavera, refresco aparte, es su platillo preferido.
-Paquete cuatro, ¿verdad?
La chinita que habla de manera graciosa sustituyó con el individuo el habitual ‘buenas tardes, ¿qué va a llevar?’ desde hace algún tiempo.
-Sí. Paquete cuatro, porfavor- responde el hombre que come solo, siempre sorprendido por la habilidad que le atribuye a la mujer de adivinar lo que va a pedir.
En menos de cinco minutos su comida está servida en un austero plato desechable que la mantiene calientita. El fulano se prepara para disfrutar el único gran momento de todo su día. Ansía sentirse completamente satisfecho y feliz, por lo menos esos 20 minutos. Empieza con el arroz, y deja para después lo que más alegría le ofrece a su paladar, el rollo y los camarones. Come solo. Ve pasar a la gente. Y de repente su mirada se pierde, pareciera que está viendo a la muchacha que atiende en la tienda de celulares, pero no es así. Está pensando, recordando, con los ojos nostálgicos. Sabe por qué come solo. Se burla de él mismo. Piensa irónicamente que si no hubiera andado de cabrón con tanta vieja, si no hubiera engañado por más de 20 años a su mujer, a su hija, definitivamente hoy no estaría comiendo solo.
Resulta que los únicos 20 minutos al día en los que pretendía ser realmente feliz, de último momento prefiere utilizarlos para sentirse un completo miserable, peor que un perro abandonado. Se reprocha, se maldice, se arrepiente. Llora para adentro, pues no puede permitir que la gente vea a un hombre con tanto porte derramar una lágrima sincera. Recuerda a su mujer. Recuerda a sus hijos. Recuerda a sus amantes. Se siente solo porque come solo. Está comiendo solo y a nadie le importa. Nadie se pregunta todos los días a las dos de la tarde si ya habrá comido. Él lo sabe, y cuando se percata de ello, un enorme nudo atraviesa por su garganta, obligándolo a respirar hondo, muy hondo, para soltar un suspiro en vez de lloriquear.
Con una sonrisa infantil recuerda el día que se casó. Y casi enseguida, endureciendo los músculos de su rostro, recuerda el día que se fue de la casa. Su única hija lo odia desde aquél momento. Su mujer, ni se diga. Un hombre que se sabe odiado por las personas a las que más quiere en este mundo debería suicidarse. De repente lo piensa, lo considera, pero es un cobarde, un masoquista que prefiere seguir vivo, importándole a nadie y viviendo para nadie. Comiendo solo todos los días, asegurándole a la china la venta religiosamente diaria de un platillo de 50 pesos que no le sirven para nada.
Se sorprende ensimismado. Reacciona y le da risa haberse perdido en sí al grado de tener que dar los últimos bocados a la comida ya fría. Ya repuesto se dice entre dientes que es un pendejo por pensar tanta tontería, y luego se ríe con esa risa burlona que puede ofender a cualquiera.
Le da el último trago a su Sprite. Se levanta de la mesa y se dirige al bote de basura, tira su plato vacío y el envase de refresco. Para terminar el ritual se limpia por última vez el bigote con la única servilleta que hasta el momento había sobrevivido, y enseguida la tira también. Camina. Sale del Hipermart. Se sube a su carro. Se va a trabajar. Y ya desde ahí ansía que llegue el día de mañana para regresar y devorar un delicioso paquete 4 de 50 pesos, refresco aparte, y comérselo solo.
-Paquete cuatro, ¿verdad?
La chinita que habla de manera graciosa sustituyó con el individuo el habitual ‘buenas tardes, ¿qué va a llevar?’ desde hace algún tiempo.
-Sí. Paquete cuatro, porfavor- responde el hombre que come solo, siempre sorprendido por la habilidad que le atribuye a la mujer de adivinar lo que va a pedir.
En menos de cinco minutos su comida está servida en un austero plato desechable que la mantiene calientita. El fulano se prepara para disfrutar el único gran momento de todo su día. Ansía sentirse completamente satisfecho y feliz, por lo menos esos 20 minutos. Empieza con el arroz, y deja para después lo que más alegría le ofrece a su paladar, el rollo y los camarones. Come solo. Ve pasar a la gente. Y de repente su mirada se pierde, pareciera que está viendo a la muchacha que atiende en la tienda de celulares, pero no es así. Está pensando, recordando, con los ojos nostálgicos. Sabe por qué come solo. Se burla de él mismo. Piensa irónicamente que si no hubiera andado de cabrón con tanta vieja, si no hubiera engañado por más de 20 años a su mujer, a su hija, definitivamente hoy no estaría comiendo solo.
Resulta que los únicos 20 minutos al día en los que pretendía ser realmente feliz, de último momento prefiere utilizarlos para sentirse un completo miserable, peor que un perro abandonado. Se reprocha, se maldice, se arrepiente. Llora para adentro, pues no puede permitir que la gente vea a un hombre con tanto porte derramar una lágrima sincera. Recuerda a su mujer. Recuerda a sus hijos. Recuerda a sus amantes. Se siente solo porque come solo. Está comiendo solo y a nadie le importa. Nadie se pregunta todos los días a las dos de la tarde si ya habrá comido. Él lo sabe, y cuando se percata de ello, un enorme nudo atraviesa por su garganta, obligándolo a respirar hondo, muy hondo, para soltar un suspiro en vez de lloriquear.
Con una sonrisa infantil recuerda el día que se casó. Y casi enseguida, endureciendo los músculos de su rostro, recuerda el día que se fue de la casa. Su única hija lo odia desde aquél momento. Su mujer, ni se diga. Un hombre que se sabe odiado por las personas a las que más quiere en este mundo debería suicidarse. De repente lo piensa, lo considera, pero es un cobarde, un masoquista que prefiere seguir vivo, importándole a nadie y viviendo para nadie. Comiendo solo todos los días, asegurándole a la china la venta religiosamente diaria de un platillo de 50 pesos que no le sirven para nada.
Se sorprende ensimismado. Reacciona y le da risa haberse perdido en sí al grado de tener que dar los últimos bocados a la comida ya fría. Ya repuesto se dice entre dientes que es un pendejo por pensar tanta tontería, y luego se ríe con esa risa burlona que puede ofender a cualquiera.
Le da el último trago a su Sprite. Se levanta de la mesa y se dirige al bote de basura, tira su plato vacío y el envase de refresco. Para terminar el ritual se limpia por última vez el bigote con la única servilleta que hasta el momento había sobrevivido, y enseguida la tira también. Camina. Sale del Hipermart. Se sube a su carro. Se va a trabajar. Y ya desde ahí ansía que llegue el día de mañana para regresar y devorar un delicioso paquete 4 de 50 pesos, refresco aparte, y comérselo solo.