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François-Joseph Durand |
Todos somos miserables. En mayor o menor medida, todos lo somos. El otro día, cuando lo vi caminar frente a mi ventana, me di cuenta de que ya era un viejo. Un viejo olvidadizo y olvidado. Representaba una sombra deslizándose titubeante por la calle; si se le veía de perfil, parecía uno de esos caramelos navideños de menta, rojiblancos, que parecen bastoncitos, con la punta gacha. La mirada encorvada, descansando en el suelo, era el testimonio de que desde hacía muchos años ya no le interesaba ver el mundo de frente. Las manos carcomidas por el paso de los años se refugiaban en el calor de las bolsas de su chaqueta café, la misma de todos los inviernos desde que tengo memoria. La corona de espigas plateadas que adornaba su cráneo recibía resignada los rayos incipientes del sol, y un halo de tristeza emanaba de su figura como perfume delator a cada paso que intentaba dar. Salí de casa. Lo saludé. Mi mano derecha lúcida y soberbia recibió el apretón de la suya, demacrada y decrépita.
–¿Cómo está, don Lázaro? –le pregunté con una sonrisa discreta.
Algún polvo malvado ensució su garganta y le impidió responder como hubiera deseado. Qué increíble que el esbozo de una palabra tan sencilla se convierta en una tarea titánica cuando el paso de los años ya no se puede disimular. Don Lázaro me tosió en la cara sin querer mientras me hacía un gesto de afirmación con la cabeza y engarruñaba los ojos. Con ese ademán abstracto, el viejo quiso decirme que estaba bien. Pero una voz embustera que sólo yo podía escuchar me dijo que mentía. Era más bien el afán de querer inventarle algo interesante a mi vida. Según yo, nunca lo había visto tan mal. Y es que, más bien, nunca lo había observado, jamás presté tanta atención a la presencia gris del anciano del vecindario, hasta el día en que Elvia murió. Ese día tuve tiempo de examinarlo minuciosamente, estaba asomándome por la ventana de mi recámara, esperando que sucediera nada, sumergido en la decrepitud prematura de un miserable como yo. Don Lázaro interrumpió mi aletargamiento con sus gemidos de anciano que quiere expulsar su alma por la garganta, el tiempo que ocupaba en cruzar por mi casa era eterno, fue cuando me di cuenta de que ya era un viejo. Y sentí lástima por él. Tal vez fue por eso que salí casi corriendo a su encuentro, quería abrazarlo y decirle que no se sintiera solo, me interesaba consolarlo, no permitir que llorara, darle ánimos, porque él lo necesitaba. Me necesitaba. Alguien me necesitaba. En este ingrato mundo alguien tenía que necesitarme. Pero, cuando estuve frente a él, me vi desde lejos y me sentí tan imbécil que lo único que salió de mi boca fue el torpe saludo de siempre, cómo está, don Lázaro.
Abatido por el nuevo fracaso, volví al enclaustramiento de mi casa vacía. A lo lejos seguía oyendo que don Lázaro escupía gargajos de su alma. Me gustaría poder escupir la mía de un solo esfuerzo. Con el fondo musical de una garganta raspando saliva, el escalofrío de la soledad me desnudó. Cada milímetro de mi piel crispada amenazaba con desprenderse, ni ella quería permanecer conmigo. Mientras, jaladas por la gravedad, gotas suicidas de agua salada escapaban de mis ojos y se estrellaban en el suelo. Ahí estaba yo, de pie, desnudo y con ropa, en medio de la frialdad de mi casa vacía, recordando a don Lázaro y su decrepitud, con la imagen de sus pasos lentos y pacientes dibujada en la cabeza, sintiendo lástima por él, sólo porque ya era un viejo y estaba solo. Y yo, con menos de la mitad de sus años, estaba solo, también. ¿Por quién habría que sentir lástima, entonces? ¿Quién era el más miserable de los dos? Más bien, ¿quién es más miserable en este mundo de miserables?
Sé que hablando de ella no haré que regrese a este mundo, pero al menos tendré la certeza de haber dejado memoria del amor que le tuve, del amor que siempre le tendré. Elvia fue la inspiración de mi vida. Antes de conocerla, jamás pensé que podría encontrar a alguien con las características de una mujer así. Elvia, sencillamente hermosa. Refulgente. Inefable. La mejor etapa de mi vida la pasé junto a ella. Nos conocimos en el hospital, un lugar poco común para encontrarte con el amor, pero a veces el destino te ofrece oportunidades disfrazadas de desgracias. La clínica número 16 del Instituto de Seguridad Social del Sindicato de Trabajadores del Estado (las siglas desglosadas del ISSSTE son tan rimbombantes que hasta parece que hablamos de un lugar decente), era, es, la vecindad de muchos pobres enfermos pobres, que damos gracias a dios padre nuestro misericordioso y lleno de bondad, por darnos la maravillosa oportunidad de contar con la seguridad de asistencia médica si algún malestar se presentara, sin importar que nos traten como lo que somos: unos miserables al cuidado de otros miserables con oficio y bata blanca.
Me tiembla la boca y los ojos casi se me escapan cuando recuerdo lo que pasó. Una operación que empeoró su salud “por razones desconocidas”; la negligencia de algunos seudodoctores mató a mi Elvia. Ella, que solamente había acudido a urgencias por un dolor tremendo en el estómago, llegó a la clínica para pasar allí el corto resto de su existencia. El cuarto 32, en el tercer piso del edificio, fue su casa. Tenía dos vecinos en la misma pieza, entre ellos estaba yo, obligado a pasar dos semanas en ese asqueroso lugar por culpa de una caída que me fracturó la cadera. Cuando me acomodaron en mi cama, junto a la ventana que regalaba una vista panorámica de las escaleras externas del hospital, y nada más, Elvia estaba dormida. Era mi vecina de en medio, a la orilla, cerca de la puerta, una jovencita que dormía durante todo el día y se quejaba toda la noche, completaba la tercia de moribundos en el cuarto blanco y con olor a cloro revuelto con trapeadores sucios. Durante mi resignada estancia en ese lugar, mi hermano menor se encargó de cuidarme, más obligado por la norma no escrita de las costumbres estúpidas que tienen algunas familias de apoyarse en las buenas y en las malas. Pero ya no quiero hablar de mí, sino de Elvia. Elvia pasaba los días adherida a la cama, y se perdía en el color blanco de las sábanas, como una hoja transparente, con los ojos medio abiertos, o medio cerrados, jamás logré diferenciar cuándo era una cosa y cuándo la otra. No hacía ruido. Su presencia era delicada, muy sutil, creo que sólo yo la notaba. Elvia era tan insignificante para los demás. Nadie jamás la fue a visitar, me dio lástima al principio, yo al menos tenía el apoyo obligado de mi hermano, con quien ningún lazo sentimental me unía más que el irrefutable hecho de que éramos familia. Mi Elvia no tenía a nadie. También ella era una miserable, pero no lo sabía.
Cuando llegué al hospital, como dije, ella estaba dormida, con la boca entreabierta, exhalando un humo invisible que sonaba como el chiflido incipiente del niño que está aprendiendo a silbar. Parecía que cantaba. A ratos, no sé si lo imaginé, pero la veía sonreír. Muy levemente. La comisura izquierda de sus labios se alargaba un poco más que la otra, era una sonrisa torcida, encantadora. Desde que llegué me quedé contemplándola, cualquier cosa era entretenida en ese lugar. Me aprendí el ritmo de su respiración, cada tres inhalaciones, un suspiro profundo, y la sonrisa asomándose un poco. Estaba tan concentrado en mi observación, que no me di cuenta cuando Elvia despertó.
-¿Qué me miras? –preguntó molesta.
El bochorno de haber sido sorprendido sonrojó mis mejillas y me hizo tartamudear. Le dije que estaba viendo nada, que mis ojos estaban posados en su boca pero que realmente no la estaban viendo a ella, y por supuesto que me escuché ridículo cuando le dije que no se diera tanta importancia. Elvia sonrió, esta vez lo hizo con toda su boca, y conocí sus dientes insubordinados, renuentes a formar una línea recta. Me cautivó. No supe por qué se reía, y se lo pregunté.
-No sé. Te miras chistoso con ese gallo en el pelo.
Me fascinó su manera de hablar, la palabra mirar se escuchaba tan graciosa en su boca.
Me escupí la mano y embarré el gel salivoso en el “gallo” que posaba sobre mi cabeza. A Elvia le dio aún más risa mi método. Me reí yo también, y ambos explotamos en una caudalosa carcajada. La tercera vecina, que dormía como casi siempre, hizo un gemido que Elvia y yo interpretamos como una invitación a callarnos. Así lo hicimos. Después de un momento de silencio le pregunté a Elvia cuál era su nombre. Me respondió con un hilo de voz, sobándose la panza porque el esfuerzo de reírse ya le había causado dolor.
-Y tú, ¿cómo te llamas?
-Gastón. Me llamo Gastón
-Ah, pues, mucho gusto, Gastón –dijo sin voltear a verme, haciendo una mueca de dolor.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Sus ojos se difuminaron.
-Mañana cumplo dos meses –Elvia quería llorar, pero no soltó ninguna lágrima.
No me atreví a preguntarle por qué llevaba tanto tiempo ahí, por la manera en que reaccionó me pareció que sería demasiada indiscreción de mi parte. Tal vez, cuando hubiera pasado un poco más de tiempo, tendría la confianza para preguntárselo sin que me tomara como un chismoso. Eran las cuatro de la tarde. Hora de visita. Elvia y yo no pudimos continuar nuestra conversación porque llegó mi hermano. Pasó una hora y él se fue, nada relevante sucedió mientras él estuvo ahí, ni el primer día, ni el segundo, ni nunca.
Pasaron los días y Elvia y yo nos acostumbramos el uno a la otra. Todos los días, cuando me despertaba, lo primero que hacía era decir su nombre en voz alta, Elvia abría los ojos cuando yo lo repetía por tercera vez, siempre era así. Luego volteábamos a vernos, ella giraba su cabeza a la derecha, yo a la izquierda, y nuestros ojos legañosos se saludaban. Nos sonreíamos, y ella me mostraba sus dientes deshilachados. Luego pasábamos el resto del día platicando sobre una infinidad de temas, siempre nos estábamos riendo. Elvia tenía el cabello espigado, negro como el ébano, insubordinado como sus dientes. Cada vez que la atacaba la risa, movía su cabeza tan rápido que el manto negro se le alborotaba como bailando una danza erótica. Yo era feliz contemplando a Elvia. Sé que ella también fue feliz mientras estuvimos juntos, jamás me lo dijo, pero lo sé, la delataban sus ojos, que brillaban escandalosamente cuando me veían. Y su sonrisa, sus dientes malformados hipnotizaban. Elvia era el paraíso. Parecía una niña, me sorprendía que aunque había tenido una vida tan difícil, la ternura no había desaparecido de su rostro, aún conservaba la belleza infantil, escondida en cada cicatriz de su cara. Un día, mientras jugábamos a adivinar nuestros secretos, le pregunté por qué nadie iba a visitarla. No pensó la respuesta. Contestó en automático, sin prestar atención a lo que decía. Me dijo que no tenía familia.
-Bueno, sí tengo, pero como si no existiera. Mi mamá tiene su vida muy aparte de mí. Papá no tengo. Y pues tampoco tengo hermanos, o si los tengo ni los conozco. Has de cuenta que siempre he sido yo sola. Yo sé que mi mamá me quiere y todo, pero pues ella quiere vivir su vida, me tuvo cuando era muy jovencita, y pues se quedó con ganas de disfrutar muchas cosas. Yo la entiendo.
Elvia se había convencido de que todo estaba bien. Había aprendido a aceptar su destino como se presentara. Era una mujer fuerte. Jamás la vi llorar. Cuando una lágrima estaba a punto de escaparse de sus ojos, respiraba profundo y hablaba de otra cosa. Supe pocas cosas de su vida, no me interesaba mucho el tema. Tenía suficiente con la Elvia que conocí y que siempre sonreía, aunque su vida se estuviera esfumando. Elvia me inyectó el gusto por la vida.
Me dieron de alta en el hospital y seguí visitando a mi Elvia. Cada día su rostro se sumergía más en la opacidad. Elvia dejó de sonreír, ya no tenía fuerza para hacerlo. Algo dentro de mi corazón hizo que retumbara de dolor la última vez que la vi con vida, con sus ojitos callados, a medio abrir, y ya sin brillo.
De su boca jamás escuché que me quería, y yo tampoco le confesé mi amor. Pero ambos sabíamos que nos habíamos enamorado para siempre. Mi Elvia me espera, y yo, en casa, con la única compañía del eco de mi voz, no puedo decidir si quiero alcanzarla, porque soy un cobarde, y sentí una envidia terrible cuando vi a Don Lázaro caminar con todo y su vejez por la banqueta de mi casa, tan ajeno a lo que me está pasando. Ese viejo que tose como si su garganta se fuera desmoronando en cada esfuerzo.
Pero, ¿con qué derecho me atrevo a señalarlo como un pobre miserable, si el anciano es feliz con su decrepitud? El miserable soy yo.